Por: Dra. Leticia Jacqueline Robles Cuéllar
Departamento de Arquitectura, Escuela de Artes y Humanidades
La búsqueda constante de una vida plena, se traduce también en una búsqueda constante de identificación con nuestro entorno, esto de alguna manera no tiene significado hasta que lo dirigimos a un marco específico de nuestra vida cotidiana, en este caso nos interesa, la casa; esta, no vista como un objeto arquitectónico, sino como una extensión de nosotros mismos.
Habitar la casa, nos habla de la experiencia de vivirla, de tratar de acondicionarla, dotarla de elementos y características que nos permitan reconocernos con ella. De esta forma la significación de la casa, deja de ser exclusiva de un lugar de resguardo, para convertirse en un espacio vivencial, es decir, de experiencias que van representando un apego sentimental, producto de la relación entre el tiempo y el espacio transcurrido en ella.
Si pensamos en nuestra casa, podemos reconocer en nuestro imaginario una de las áreas a la cual nos sentimos mayormente apegados y nos cuestionamos ¿Cuál es la razón? Y entonces podemos relacionarlo, quizás con un evento importante dentro de este espacio, tal vez un punto de encuentro familiar; la sala, la cocina o el patio. Por otro lado podríamos imaginar nuestro lugar de regocijo o de encuentro personal; el dormitorio, el jardín o por qué no, la ducha, en fin. Este lugar especial en nuestro hogar representa, de forma inconsciente un nicho trascendental en nuestras vidas que al experimentarlo, ejerce un marco sobre la condición de nuestra vida cotidiana y de nuestra propia existencia, tan importante que de manera imperceptible conduce nuestros sentimientos e incluso llega a ser manifiesto de nuestra propia personalidad y la hacemos parte de ello, dotándola de sensaciones estéticas que no solo son parte de la implementación visual de cierto estilo, formas o colores, sino que también estas sensaciones estéticas las entendemos como creaciones de nuestro imaginario, es decir del recuerdo de los momentos vividos en ella, elementos que la hacen no solo visualmente atractiva, sino que también van implícitos; momentos de diálogo, momentos de descanso y confort manifestados como elementos táctiles o térmicos, momentos de escuchar o incluso momentos que involucran aromas que nos llevan al recuerdo de escenas concretas de nuestra vida. Es decir, hablamos de habitar la casa de forma tan trascendental que al pensar en ella evoca a nuestro subconsciente a dotarla de significados, definiendo por mucho nuestra estabilidad emocional.
Por tal motivo habitar la casa se convierte en una extensión de nosotros mismos y de nuestra familia expresando, determinados modos de vida. Relph (1976) refiere al lugar doméstico, la casa, como el centro profundo de la existencia humana, el punto de partida desde el cual nos orientamos.
Entonces podemos decir que cuando pensemos en nuestra casa, pensaremos en ella más que como un objeto, reflexionando en ella como parte de nuestra propia vida y que al cuidar de ella, acondicionarla y concediendo a ella caracteres estéticos, implementado diversidad de elementos, nos permitirá reconocernos de tal forma que generará escenarios de nuestra vida que trascenderán en nuestra memoria y en la de las personas que compartan con nosotros esos espacios.
Hagamos que la casa y sus áreas sean dignos del recuerdo, dotándola de vivencias y sensaciones que permitan generar en nosotros ese deseo de habitar.
Relph, Edward (1976) Place and Placelessness. London, Pioner.