Expresiones UDLAP

¿Quién lee? ¿Cómo? ¿Para qué?

Dr. Gabriel WolfsonPor: Dr. Gabriel Wolfson,gabriel.wolfson@udlap.mx

Catedrático de Tiempo Completo del Departamento de Letras, Humanidades e Historia del Arte

Tanto se ha escrito en las últimas décadas sobre la falta de lectores en México que este artículo sólo se sumará a la enorme pila de discursos bienintencionados. Pero, como dijera José Emilio Pacheco en Morirás lejos, no hay que dejar de insistir. Y en todo caso, lo que intento no es más que juntar ideas de quienes han reflexionado a fondo sobre el asunto.

En México se lee poco y muchas veces mal: de pasada, para cumplir, sin ganas, sólo viendo encabezados. Se han hecho muchas campañas de animación a la lectura, algunas mejores que otras, pero en general, a mi juicio, erróneamente orientadas: se enfocan a los niños, ese eterno futuro del país, siendo que, no me queda duda, quienes menos leen no son los niños sino los adultos. Si los adultos leyéramos y no sintiéramos las bibliotecas como casas de terror de las viejas ferias sería innecesario animar institucionalmente a ningún niño a tomar un libro.

Ahora bien, desde el filoso horizonte posthumanista —o desde el diletantismo de raíz decimonónica— se escucha la sabida sentencia: leer no nos hace mejores personas (para empezar, porque a estas alturas ya ni siquiera sabríamos en qué consistiría ser “mejor persona”), los libros no garantizan bondad, algunos criminales nazis fueron no sólo lectores sino refinados escuchas de música clásica, etcétera.

Aquí podría entonces inscribirse la posición radical de Harold Bloom: leer, en efecto —nos dice—, no sirve para nada, no contribuye socialmente y no enseña nada, salvo a estar solo, conversando con uno mismo. Sin embargo, me gustaría rescatar otras dos posturas para ver si, por decirlo de alguna manera, es posible prender una lámpara en la oscura habitación del profesor Bloom.

La primera, de Félix de Azúa: a partir de dejar muy claro lo que ya sabía la disciplina de la Historia de la lectura —que nunca, ni de lejos, se había leído tanto como en nuestros días ni había habido tanto material publicado ni tanta gente alfabetizada—, apunta que el problema no es la cantidad de lectura sino el sentido que ahora le otorgamos. Abrumada por el reino de la imagen —la ubicuidad de las pantallas, única omnipresencia de nuestros días—, la lectura ha perdido su cualidad de canal de comunicación con los muertos.

La segunda, en un muy reciente ensayo de Adolfo Castañón, quien postula una relación directa entre la miserable educación en México y la violencia: desde lo ininteligible, desde la incomprensión, crece la desigualdad y la polarización, sí, se polariza.

La palabra clave para convocar las tres posturas es conversación: con uno mismo, con los muertos, con los otros. Una disposición a la conversación —o más bien, a un tipo muy especial de conversación— que, parece, no hemos logrado sustituir, ni siquiera con la ayuda de las así llamadas nuevas tecnologías, y que bien podría estar, casi invisible, en el centro del huracán de nuestro país.

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