Por: Dr. Gabriel Wolfson Reyes
Profesor del Departamento de Letras, Humanidades e Historia del Arte UDLAP.
“Calidad y calidez”, “El cambio está en ti”, “Llegamos pero no concretamos”: tres frases, entre miles de otras posibles, que provienen del discurso empresarial, del publicitario y del deportivo-mediático, respectivamente –aunque acaso se englobarían en uno solo, que con propiedad podríamos llamar discurso gubernamental. Pese a su aparente diferencia –una la encontramos en todas las “misiones y visiones” de oficinas públicas y privadas; la segunda, en campañas lo mismo de refrescos que de candidatos a diputados; la última, en boca de cada entrenador de futbol cuyo equipo perdió el último partido– son, en lo fundamental, lo mismo: frases hechas, lugares comunes: algo que quien escribe o habla no tiene que pensar, una frase que alguien, antes, pensó y concibió por él o ella (aunque en el caso de “Calidad y calidez” se duda mucho que haya requerido mayor esfuerzo nunca). ¿Qué se dice cuando uno dice “El cambio está en ti”? Nada: se dice que se está diciendo algo, lo que sea; se dice que uno ha participado en la conversación, con lo que sea; se dice que nuestro lenguaje ha perdido cuerpo, sustancia, fluidez, y ha quedado reducido a una pura cáscara seca.
Cuando fue enviada por The New Yorker a cubrir en Jerusalén el juicio a Adolf Eichmann –el experto en logística para la así llamada “solución final de la cuestión judía”–, Hannah Arendt se encontró con varias sorpresas, por ejemplo el hecho de que los Concejos Judíos de muchas ciudades europeas se prestaron a colaborar con Eichmann para organizar las deportaciones masivas. Pero quizá la más impactante para Arendt fue, como se sabe, el perfil del propio Eichmann: un fanático e intransigente burócrata, un hombrecillo gris, delirante en su obediencia a las órdenes de los jerarcas nazis, un atemorizado repetidor de frases hechas. A lo largo de las cientos de horas que tomó el juicio, Eichmann, imperturbable, rumió sus viejas cáscaras lingüísticas, los lugares comunes de su mediocre juventud. Y ni siquiera en el trance final, bajo la oportunidad de que se escucharan sus últimas palabras, Eichmann logró escapar de su lenguaje hueco, un lenguaje desubjetivador y atroz.
Entre otros objetivos que ha buscado o se ha atribuido, la literatura ha querido encargarse a menudo de combatir las frases hechas, el lenguaje de cartón. Si aceptamos que a nuestra época la caracteriza el imperio del lugar común, de un lenguaje tan vacío como, al mismo tiempo, represor, impositivo, vejatorio, que la literatura a veces aún se lance a ese combate bastaría para revalorar su importancia: para todos nosotros.
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